¡Tengo bigotes!

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¡Quién iba a decirlo! Tengo bigotes. Me salieron mostachos de repente, me vi en el espejo y estaba bigotona. Al contrario de lo que se podría pensar, los bigotes me gustaron, me quedan bien, no pican ni me hacen estornudar.

Salgo a la calle y veo a mi vecina, nos saludamos son una sonrisa que se dibuja debajo de nuestros bigotes, sus niñas bigotudas saludan a las mías, y ellas devuelven el saludo bigotonas. Voy al frutero y ahí, entre patillas, tomates y cebollas, tropiezo con bigotes que no había visto antes, la abuela de cada mañana, la que revisa bien lo que compra; el vendedor que nos da una ñapita también; un taxista que se para a comprar zanahorias y papas; el fiscal parado en el semáforo, la señora en su camioneta y sus tres niños en el asiento de atrás, todos con bigotes. Me encuentro con mostachos que no imaginé, en una especie de salida del closet bigotuda de gente que votaba calladita y que ya no quiere callar más.

Los bigotes no son casuales, son fruto de la madurez inevitable del que crece. Crecemos para levantar en millones de voces la voz de trueno que mi Presi levantó por nosotros. Nos corresponde llevar la bandera gigante que mi Presi llevó. Tenemos bigotes grandes, poblados, como nuestros sueños. Nicolas tiene bigotes como nosotros y nosotros como Nicolás. Chavistas con bigotes, unidos, como piezas de un rompecabezas, todas indispensables, para ser ese Chávez gigante, mi Presi, la suma lo mejor de lo que cada uno de nosotros es.

Me gusta mi bigote, nuestros bigotes, que se asoman a un futuro lleno de pasado y presente victorioso. Empapados de chavismo, nuestros bigotes bailan cada vez que te nombramos, mi Presi. Nos exigen, los que siempre pusieron piedras en nuestro camino, que no digamos más Chávez, que te dejemos descansar en paz, en esa paz que ellos pretenden para nosotros, sumisa, resignada, o bombardeada humanitariamente en nombre de su paz. Nos dicen, desesperados ante tu inmortalidad hecha millones, que expliquemos cinco razones para dejarnos crecer el bigote sin mencionar tu nombre, ¡por fa plis!. Nos quieren deschavizar para que perdamos la chaveta, el rumbo… y el país. Nos quieren deschavizar porque tu nombre es nuestro nombre, como tu decías siempre, y Chávez se hizo pueblo, hoy bigotón y maduro.

Tengo muy buenas razones para llevar bigotes, razones chavistas, mis mejores razones. Y con mis bigotes bien puestos avanzo firme con cada una de las palabras de mi Presi tatuadas mi memoria, en cada milímetro de lo que soy. Tengo bigotes, tenemos bigotes, por un millón de razones y todas llevan con tu nombre, mi Presi, porque todas nuestras razones empiezan con Chávez.

Meneo mi bigote chavistamente y mi voz de pollito se vuelve trueno cuando te nombra: ¡Viva Cháveeeeez, carajo!… ¡Vives, mi Presi querido!

 

 

 


La vida oscura de Clara: ¡Plop!


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Clara, la de la vida oscura, se enfrenta a la misma y reciente cantaleta. Pobrecita, temblorosa y complaciente vuelve a bailar al son del engaño con la inocente convicción de quien jamás lo ha bailado. Otra vez recorriendo el mismo camino, porque hay un camino y es calle ciega de ojos llorosos, o sea, pellízcame que esto no puede ser verdad, reviviendo con asombro virginal la misma escena de siempre, padeciendo una derrota anunciada tantas veces y tantas veces sufrida.

 

Clara, campo fértil para sembradores de falsas esperanzas, reclutas del peor ciego, y Clara no quiere ver sino a esos pajaritos preñados que, en su momento, parirán, ante sus ojos atónitos, televisivas bofetadas de cinismo, lamentable resultado del intento del mentiroso de acercase, de lejitos, a la verdad: «sabíamos que íbamos a perder, pero eso no se dice. Había que mantener a nuestros electores motivados, y que creyeran que el candidato era y es brillante, y que sus larguísimos silencios discursivos son momentos de profunda reflexión; que pobrecito, que pobrecitos nosotros, que tenemos al Gobierno en contra, al mundo en contra, desde el CNE hasta las más prestigiosas encuestadoras, que sólo dejan de ser malas cuando sus números nos favorecen, así que no es no…».

 

Clara, globotizada, rebobina su memoria borrando la cinta de lo vivido para volverlo a sufrir. Borra y borra con obediencia cuando, como una basurota en el ojo, entra en el guión un elemento inesperado: Ahora, después de 14 años de odio cultivado con dedicación y esmero, después de incontables horas de Nitu, Carla, Kiko y Leopoldo, después incorporar el culpechávez a su lista de reflejos involuntarios; resulta que ahora le dicen que el único culpable era bueno, que el culpable es el otro, el del bigote, el chofer de autobús , el nuevo Coco, que es tan maluco que además que insiste en cubanizar al país, también quiere acabar con el chavismo y con este comunismo que nos está matando -¿o será que no nos estaba matando?- pactando con el FMI, alejándose de Fidel y arrimándose con disimulo a EEUU… Y eso es malo, muy malo, Clara, y no me preguntes por qué…

 

Incapaz de captar el guiño de una tele que miente a diestra y siniestra, Clara, la de la vida oscura, hizo cortocircuito y… ¡Plop!

 

Conversación con conserje

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Ven acá, conserje, escúchame a mi que te pago el sueldo, que te someto, decente y pensantemente, en nombre de mi piscina, de mi jardincito podado por tus manos que no tocaron mucho pupitre. Ven que te enseño, te guío, ven que te voy a abrir los ojos.

¿Qué carajo te ha dado Chávez? Mírate, eres un triste conserje, no tienes casa, no tienes camioneta como la mía. ¿Qué carajo te dio ese carajo? ¿Una ley de conserjes? Eso no es proteger tus derechos laborales, eso es fomentar la flojera, porque tienes que entender que tú eres flojo, mira esa pendejada de no querer trabajar cuando la mano que te alimenta te llama en la madrugada, cuando se daña la bomba de agua, el agua que dejamos que tú uses, en la casita que te dejamos para que vivas tú. ¿Ves? Tu casa te la doy yo.

Y ahora nos llegas con esa franela, con los ojos de Chávez que nos miran, como desafiándonos, y tú que te crees Chávez, con esa vaina de Chavez somos todos, también me desafías y eso no me lo calo.

Entiende que hay un camino, créeme, como el camino de antes, cuando el gobierno sí daba casas, pero eso sí, a la gente que trabajaba. Si tu mamá nunca tuvo casa sería por algo, porque yo sé cómo son ustedes, ahí están, todos chavistas, flojos y malagradecidos.

Ven a comer aquí conmigo, vamos a brindarte una parrilla, con carne bien buena que compré en el supermercado, aunque tú creas que me viste llegar con bolsas de PDVAL. Ahí está la prueba de que no sabes ver y que crees cualquier cosa.

¿Aparte de la ley de flojera qué más te dio este gobierno? ¿Colegio y Canaimitas para los chamos? No seas iluso, que el colegio no es para pobres y las computadoras tampoco. Eso no se sostendrá en el tiempo porque el petróleo no da para tanto, no te vendas por una Canaima ni por un sueño que nadie puede ayudarte a cumplir. Abre los ojos, conserje, te lo digo yo que soy tu pana, aunque te arreches, porque tú sabes que si yo te jodo todo el día, lo hago por tu propio bien, para que te civilices, para que seas gente.

Porque gente no es cualquiera. Para ser gente hay que tener dinero y para tenerlo hay que trabajar, no un trabajito sueldo mínimo que puede hacer cualquiera menos yo, porque el sol quemaría mi piel, y si el sol me quema quedaría negrito y la gente pensaría que el conserje soy yo.

No seas pendejo y no me revires que aquí el que manda soy yo, y te mando a votar por mi camino, para que te mantengas al margen, piazo de marginal, recogiendo mi basura, limpiando mi piscina, conformándote como Dios manda con la vida que te tocó. O votas por el camino o el botado vas a ser tú.

¿Cómo que culpechávez tampoco te puedo botar? Ahora sí que me jodí yo, y todavía tienes la cachaza de decirme que Chávez a mi nada me quitó… ¿Ves lo ciego que estás?


Hugo en una esquina

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Íbamos de regreso a Caracas de ya no recuerdo de dónde, en esos días de campaña cuando los lugares se empataban unos con otros, días intensos que vivía yo cinematográficamente, tratando de grabar para siempre cada imagen, cada cara, cada palabra, cada silencio.

Íbamos en la caravana presidencial hermanados en el acostumbrado atapuzamiento de la camionetica que nos llevaba. Cámaras, trípodes, mochilas, reposaban sobre nuestros cuerpos que en algún momento pedirían reposo, después de la victoria, porque reposar entonces era rendirse. Era de noche y habíamos trabajado duro, habíamos vivido intensamente otro día de campaña junto a un hombre infatigable, invencible. Pensábamos que la noche nos daría una pequeña tregua, un rato de sueño para poder seguir soñando.

Estábamos ya a pocos metros de Miraflores cuando cambió la seña: “Al museo. Vamos al museo”. Se preguntaban mis compañeros qué íbamos a hacer a esta hora en el Museo Militar. Yo les dije que creía que no se trataba de ese museo, les confesé mi sospecha asombrada: “Creo que vamos a la Plaza de los Museo, a la ruta nocturna, a la fiesta donde está esa muchachera esperando el lanzamiento del satélite Miranda”.

Nuestras pilas a punto de caducar por el día, nuevamente recargadas, alertas, esperando lo imposible, como es costumbre cuando uno anda por ahí con mi Presi, el Comandante de los sueños.

Se detuvo la caravana, saltamos fuera de la camionetica que nos llevaba, todos a la vez por una sola puerta. Corrimos. Yo ya había aprendido a correr como una campeona siguiendo los pasos de mi Presi.

Llegué casi sin aire a la esquina de UNEARTE, llegué casi de primera, medalla de plata, creo. Lo vi ahí parado, sonriendo, junto a uno de sus escoltas. Chávez en una esquina, tranquilo, como alguna vez leí que añoraba hacer Fidel. Como alguna vez dijo añorar mi Presi.

La gente que pasaba no creía lo que estaba viendo, y por no creerlo, lo dejaron tranquilo por unos breves segundos, no más. Una muchacha me tocó el hombro y vi sus ojos que pedían que la pellizcara, que eso no podía ser un sueño. ¿Ese es el Presidente? -Me preguntó. ¡Umjú! -Respondí en voz bajita tratando de no responderle, tratando de preservar ese momento para mi Presi.

No valió de nada. La duda se hizo certeza y luego avalancha. Como yo estaba cerquita quedé atrapada, felizmente, en medio de ella. Quedé en en círculo inmediato que rodeaba a mi Presi, quedé con los que seríamos aplastados intentando que no lo aplastaran, quedé en un sitio con vista a su cogote, lugar privilegiado para quien quería vivir esta historia de cerquita para luego contarla.

Empezó la empujadera. Sentí lo que es no poder caminar con mis pasos. Aprendí a no luchar y dejarme llevar por los pasos de la multitud que nos llevaban. Subimos y bajamos escalones a ciegas. Por momentos, muchos momentos, mis pies no tocaban el suelo. La alegría y la sorpresa de los muchachos me hizo levitar a empujones que querían ser abrazos.

Era una locura, nos estaban aplastando, iban a aplastar a mi Presi de tanto amor. Todos quería tocarlo, miles de manos querían sentir el contacto de un solo hombre. Una muchacha gritaba detrás de mi mientras me tironeaba de la camisa: ¡Quítate que quiero tocarlo! y yo que no podía quitarme: Estaba cuidando a mi Presi de la euforia desatada, estaba cuidando a la muchacha de quedarse sin aire como yo me estaba quedando. Usé mi mejor arma y le di uno, dos, tres piadosos culazos.

Descubrí que a culazos podíamos hacer camino hasta el aire que necesitábamos y al son de la música, a culazo limpio fuimos avanzando. Entonces me venció la multitud y quedé fuera recuperando el aliento, con mi mirada fija en el cogote de mi Presi que se alejaba.

Me quedé junto a los muchachos que aplaudían emocionados creyendo por fin ese episodio increíble que estábamos viviendo. Vi a mi Presi perderse en entre la muchachada. Cuando no lo vi más quise descansar un poco. Pensé que él ya iba rumbo a Miraflores.

Pensé mal. Desde la tarima anunció Alejandra Benitez que el Presidente estaba tomando un poquito de aire y que en breve estaría allí con nosotros. ¡Dios mío!, ¡yo tengo que estar allá con mi Presi y estoy aquí!. Empecé a abrirme paso como pude, y pude. Llegué hasta la puertas cerradas el museo. Pedí que me dejaran pasar pero no me dejaban. Pedí, pedí, grité, grité, grité…entré.

Como en una película, se abrió la puerta y me vi en el museo de noche, casi, vacío. Ahí, sudada, desgreñada, llena de barro de pies a cabeza, con los lentes choretos, jadeante, ahí parada en medio me encontró mi Presi: Mi Carola ¿Qué te pasó? -Me dijo aguantando la risa. Te estaba cuidando. -Le contesté. Te cuidé a culazos, mi Presi. ¡Pum, pum! Culazo por aquí, culazo por allá…

Me miró con los ojos chiquitos y brillantes de gozadera y soltó una carcajada- Bueno, la verdad es que tienes con qué. -Me abrazó -Tú esta loca, chica, tú estás loca. ¡Loco eres tú, mi Presi lindo! -Le dije loca de amor y él rió más todavía estrujándome con un abrazó.

¡Vamos, pues! -Nos dijo y salimos. Salí del abrazo dulce. Lo vi subir a la tarima, vi a los muchachos celebrando. Lo vi regresar a casa mientras yo me quedaba ahí turuleta, con una inevitable sonrisa acalambrándome los cachetes.

Ahí va mi loco lindo. El loco que se atrevió a soñar, que se atrevió a hacer posibles los grandes sueños de todos y que, aquella noche improbable, se atrevió a hacer posible su sueño de normalidad cotidiana de volver a ser un ratico, aunque fuera un breve ratico, Hugo parado en una esquina.


Ya no te lloro

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Ya no te lloro. Ayer me descubrí cantando contigo, sonriendo con tus cosas. Ya no te lloro. Las lágrimas me pesan, me nublan la vista, me dejan sin palabras. Esa tristeza mía lloraba por mi, por la soledad mía de creer no poder verte. Mis lágrimas eran las lágrimas del que se queda, del que no mira más allá de este cuartico pequeño que llamamos, con pequeñez ingenua, vida.

Ya no te lloro porque te sigo viendo, porque verte me produce alegría. Estás ahí, en cada rincón donde mis ojos llorones se posan y viéndote se secaron mis lágrimas. Estás en las canciones que canto, las que tú me enseñaste. Estás en lo que escribo, en lo que pienso, estás en esa fuerza que me empuja a seguir luchando.

Sobrevolábamos Caracas hace una semana cuando fui a despedirte. Miraba a mi Caracas desde el cielo y allá abajo mi ciudad era toda tú. Vi los edificios nuevecitos de la Misión Vivienda, la Plaza Venezuela que lloraba apagada; mis ojos siguieron por el bulevar de Sabana Grande, vi a la gente que caminaba en la amplitud ordenada de un espacio que, si me dejo, podría olvidar el caos que fue. Y viéndote cerré los ojos para llorar muy duro, y con los ojos cerrados no se puede ver.

Ya no te lloro, porque quiero verte, porque verte me da vida, mi Presi. Entonces te miro en los niños que van a la escuela, en esos muchachitos confianzudos que te trataban de tú, que te metían galletas masticadas en la boca, que rompen, como tú, todo protocolo para hacer lo que el corazón les dice. Te miro en la gente que cierra filas en torno a ti, cerrando filas en torno a nosotros mismos, con la Constitución que nos regalaste, que nos regalamos, en la mano, en la cabeza, en la boca. Te miro en los libros que leemos, que nos invitaste a leer. Te miro en las palabras de un pueblo al que, no solo le diste voz, sino ideas y palabras para alzarla.

Te miro en la bandera izada en las ventanas, en los techos, en el techo de mi casa, desafiando el silencio ciego de las casas que me rodean. Te miro en abrazo de mi Gordo que te mira con mis mismos ojos. Te miro en mis niñas cuestionándose todo. Te miro en la certeza de que habrá futuro.

Te miro en nuestra unidad de concepción, esa coreografía compleja que nos enseñaste bailar para sortear dificultades, contradicciones, ataques y zancadillas. Te miro en lo que hicimos, en lo que hoy hacemos y en lo que queda por hacer.

Con ojos brillantes te miro sin poder evitar una sonrisa agradecida, porque eres nuestro, porque te hiciste nuestro con tu entrega. Ya no te lloro, mi Presi, te asumo, me multiplico en el “Yo soy Chávez” colectivo, en tu compromiso inquebrantable de defender la alegría.

Ya no te lloro, te mantengo vivo calzando la parte que me corresponde calzar en tus inmensos zapatos y avanzo. Avanzamos.


Un café con mi Presi

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Mil veces me imaginé tomando un café contigo, en un patio con loros, en tacita de peltre. Conversábamos largo y tendido y yo casi no te dejaba hablar. Tú tan conversador y yo bla, bla, bla, sin dejarte decir ni ñe.

Las veces que te tuve cerca no atiné sino a tartamudear un saludo ahogado de amor y de risas. No había patio con loros, ni tiempo, y yo con tanto que decirte…

Decirte que, culpechávez, mi vida de mamá clase media dio un vuelco. Una rebelión contra aquella plenitud vacía rodeada de muros con derecho de admisión que me hizo salir y empezar a reconocer al otro, y sentirme tantas veces pequeña y necia, ahogándome en el superficial vaso de agua de preocupaciones cotidianas de quien no tiene verdaderas urgencias. Golpeó mi cabeza de colegios caros la certeza de que no yo sabía un carajo, mi Presi, y tú me enseñaste tanto.

Me enseñaste, a fuerza de verdades, a cuestionarme todo. Jurungué y me encontré una maraña de prejuicios y nociones bobas, anestésicas. Entonces entendí que resignarse a la injusticia es el mayor pecado de todos. Que conmoverse no basta. Que la caridad que solo da lo que le sobra no es más que  soberbia. Y yo que me creía una mujer buena, que no hacía daño a nadie, descubrí que no basta no hacer daño.

Me enseñaste, mi Presi, a ser humilde. Me mostraste la belleza en lo sencillo. Conocí contigo la sabiduría de quienes no nacieron con la vida lava y listo. Terminé en compañía de amigos improbables y entrañables: el taxista, el conserje, el motorizado cara de bichito, que me dan lecciones de todo.

Me borraste esa amarga sensación clase media de ser una extrajera en mi tierra. Ese es quizá el más inmenso y vergonzoso descubrimiento de mi vida: saberme pueblo, saberme igual a Joel, el conserje, mi compadre. Vergonzoso porque me pesa tanta arrogancia pasada, inmenso porque me dio identidad y sentido de pertenencia.

Entonces queriendo a mi gente descubriéndome en ellos, supe del verdadero amor por mi Patria, antes rosadito, simplón, limitado a la geografía, me iría demasiado, pero extrañaría tanto la playita . Aquí entre nos, mi Presi, yo era un poco la Kiki y, mírame tú, ahora «yo soy Chávez».

Tomando café te escribo lo que te iba a decir tomando un café contigo: gracias, mi Presi, eternamente gracias.


Los zapatos de mi Presi

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Hay cosas que parecen insignificantes, y tal vez lo sean; tal vez hablar de ellas a esta hora parezca banal, pero aprendí con mi Presi a fijarme en lo pequeño para  encontrar grandezas. A esta hora tan llena de sentimientos, vienen a mi recuerdo los zapatos favoritos de Chávez.

Zapatos imposibles de un indefinido color sobao’ por el tiempo. Quizá fueron marrones, tan vez grises, entonces, hace años, cuando reposaban en alguna tienda  zapatos aspirando a ser calzados, sin  saber que su destino sería caminar tanto, tan sin descanso, abriendo tantos caminos.

Inmensos zapatos talla de gigante, que no pegan ni con cola con nada. Zapatos sin pretensiones, sabrosos, con la suela gastada mas de un lado que del otro. “Son mi zapatos favoritos” -me dijo mi Presi, “tienen como quince años conmigo.”  Quince años… catorce de revolución, esos zapatos guardan historias.

La tele no los captó, pero los imagino gastando suelas en aquel trote bolivariano, agradecido, rompiendo el protocolo junto al pueblo haitiano aquel día inolvidable. Los imagino levantando polvo en las áridas tierras árabes, mientras mi Presi levantaba hermandades clamando justicia. Caminaron estos zapatos todos los caminos de la Patria Grande.

Descansaban mientras mi Presi se negaba el descanso. Entonces otros zapatos, los negros formales, iban con él a escenarios donde el disimulo campea disfrazado de diplomacia, ahí donde mi Presi cantaba las verdades, donde olía a azufre, donde mandó al ALCA al carajo. Se quedarían desolados los zapatos fieles cuando Chávez se calzó sus botas militares el 11 de abril y partió heroico a Fuerte Tiuna, sabiendo que la muerte ahí lo esperaba, protegido por el escapulario de Maisanta. Estaban ahí esperándolo el trece. Quedaba todavía tanto por andar y tanto anduvieron.

Zapatos incomprendidos que alguien desechó por viejos y que fueron luego rescatados por mandato presidencial. Gemelos separados cuando uno de ellos se perdió hundido en el fango: “¡Mi Zapato! Y lo buscaron y buscaron, y ahí estaba enterrado, lleno de barro… una semana cepillándolos hasta que quedaron como nuevos, eso sí, tiesos, pero ya están blanditos otra vez… ¡Ji, ji, ji!”

Yo vi esos zapatos de cerca, los vi vencer la fatiga de ser calzados por un hombre infatigable. Los vi bailar; llenarse tantas veces de barro; tornarse oscuros como el cielo lluvioso que los empapaba; los vi secarse en los pies que no les daban descanso; los vi pisoteados por un tumulto de niños amorosos que abrazaban a mi Presi… Estaban ahí, en el balcón del pueblo, con el Presidente invicto, una, dos, tres… ¡catorce veces! Ahí con pueblo invencible. Zapatos siempre presentes en esta historia que Chávez y nosotros vamos escribiendo.

Están ahí los zapatos de mi Presi, ahora nos toca a nosotros calzarlos.


Permítame usted

ivan

 

Permítame usted que le explique tres o cuatro cosas. Sí, a usted, que se niega a entender, y que anda empeñado con esa necedad de querer cambiar el sistema. ¿No le parece que está bien viejo para la gracia? Porque yo entiendo cuando uno es muchacho y quiere incordiar con todo el mundo… entonces todos fuimos de izquierda… Bueno, no todos porque yo siempre lo tuve claro, mi norte siempre fue el Norte y si el Sur existe es el sur de Florida, o sea Miami, Fort Lauderdale, you know.

Permítame insistir en lo que vengo diciéndole desde hace años: abra los ojos, no se deje engañar por la dádivas de este gobierno dadivoso que riega el dinero por todas partes menos en nuestros bolsillos opositores. Entienda que un país no se puede gobernar así, que la naturaleza no dispuso que todos tuviéramos éxito. Si usted supiera quién es Darwin entendería que la buena vida es para los más los aptos, que si usted trató y no pudo, pues resígnese a su extinción. No señor, no me mal interprete, no me refería a su desaparición física porque lo necesitamos vivito y explotable; me refería a la extinción de sus sueños, de su esperanza, aprenda a no esperar nada para que así, cuando se nos caiga una migaja, pueda usted sentirse afortunado de que ésta haya caído junto a sus pies.

Permítame un consejo sincero: No invente, mi amigo -y sepa que esto de amigo es solo un decir-, no se deje embaucar por el populismo bananero que es el camino directo al caos. Mire usted lo que ha hecho la fulana Misión Vivienda, construyendo edificios para pobres en zonas de gente bien, devaluando nuestra inversión, porque queremos vecinos de calidad, usted entenderá, queremos los mejor para nuestros hijos y lo mejor para ellos es no juntarse con gente que uno ni sabe qué malas mañas congénitas traen…

Permítame hacerle entender que esto no puede seguir así, que su hijo no debe ser doctor, que usted no puede vivir aquí, que ustedes no pueden ser como yo que me gano el pan con el sudor de su frente; sí su frente, porque si usted no sudara mi pan lo tendría que sudar yo.

Permítame seguirle viendo la cara de idiota, no sea igualado y resentido y déjese joder en paz.


La vida oscura de Clara: Verde que te quiero verde

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Clara, la de la vida oscura, se prueba vestidos frente al espejo. Otro sábado, otra boda Margarita, porque ahora, si eres alguien, te tienes que casar en la isla, en un Rancho de Chana, frente del mar, entre antorchas hawaianas que dan a este trópico miserable un aire de primermundismo de lo más chic. Clara se prueba un vestido verde kiwi, que antes era verde esperanza. Antes, cuando era feliz y no lo sabía, cuando no tenía nada que esperar.

Antes, a finales de los ochenta, cuando vivía en un apartamentico clase media de chiripa con mamá, papá, abuela, tía, primo, hermana, cuñado, esposa y bebé; Clara planchaba con sus propias manos -porque no tenía señora que plancha- su camisita verde esperanza. Clara salía a la vida. Clara iba al trabajo, menos mal, porque a papá lo había botado el año pasado y a los cincuenta nadie lo iba a querer contratar.

Verde kiwi vestía Clara, cuando aún lo llamaba verde esperanza, porque la esperanza es lo último que se pierde, y sin perderla, Clara padeció El Caracazo, con su toque de queda, con su suspensión de garantías constitucionales, con el miedo, la incertidumbre, con sus mercados cerrados, con las colas de horas y horas para poder comprar alguito de comer. Vestida de kiwi la agarró una década infame y ella de verde seguía esperando, ahora recién casada con un el hijo de un italiano con tarjetas de crédito, respaldo paterno y ganas de trabajar. Durante diez años, fueron felices y no lo sabían comiéndose las verdes y nunca la maduras.

Entre almohadones verde kiwi, Clara, cambió su memoria por una pantalla de televisión. Su vida ahora se la narra Nitu, su vida horrenda colgada de un hilito, pesadilla que no termina de pasar. Sufre Clara en su abundancia reciente, excesiva, amnésica. Añora el libre mercado, la democracia, la libertad, la decencia de un país televisado que nunca existió.

Verde kiwi, se ve en el espejo mientras escucha en la tele a Antonio Ledezma decir que él no fue, que él no estuvo ahí, porque nadie estuvo ahí, porque el Caracazo no fue, porque no hubo paquetazo entonces, porque el paquetazo es ahora, porque El Caracazo, como todo, es un invento chavista.

Clara escoge en su joyero unos zarcillos de piedras verdes, más esmeralda que kiwi, y vuelve la esperanza. Con una mueca retorcida que alguna vez fue sonrisa, Clara concluye que todo está dado para que se de un nuevo Caracazo que acabe con este comunismo que la está matando, porque dice Nitu que las circunstancias son las mismas de entonces. Se llena de esperanza Clara sin que una neurona se le rebele, sin que una sola de sus neuronas le pregunte ¿Qué Caracazo, Clara, si eso nunca pasó?