Twiteando ma non troppo

Hablemos de Twitter para estar en la onda. Hablemos en casi tres mil caracteres sobre esta herramienta social que, siento, ha pasado de ser una moda para convertirse en un síndrome.

Miles y miles de personas diciendo cosas tan efímeras como el brevísimo lapso que duran en una pantalla que empuja al olvido a un tuit con otro y otro y otro… sin jerarquizar, sin temor a desplazar algo importante por algo tan intrascendente como “@Fulano: ya comí”. Información veloz y sobresaturada que, en todo caso, nos aleja de estar bien informados.

Un posible carnaval donde las caretas son pequeñas fotos que, a veces, poco dicen de quienes somos sino de quienes quisiéramos ser. La mía: un fotomontaje de mi cara con un cuerpo de comiquita porque mi culote no cabe en tan pequeñito espacio, o tal vez no quiero que quepa… Lista la imagen, escoge un “nick”: otro nombre para llamarnos como no nos llamamos, un disparate o una abreviación imposible de pronunciar, siempre encadenada al grillete de una arroba. ¡Listo, a tuitear!

Como esta tecla es mía, cada quien dice lo que quiere. ¡Viva la libertad de expresión! Pero viva también la cordura… ¿Qué cordura si estamos disfrazados y te puedo decir en tu pantalla lo que no sería capaz de decirte a la cara? Y es así como gente que no conoces y que no te conoce te escupe su desprecio, o te declara un amor eterno que se escurre y se pierde tan pronto alguien te menciona para pedirte con una urgencia preocupante: @Mengano: ayúdanos a posicionar la etiqueta #ChávezNoSéQuéCosa o #MajuncheChayotaMeiríaDemasiado, ¡¡¡Urgente!!! ¡Camarada haz retuit!

Etiquetas para la batalla, etiquetas para vencer, para ocupar espacios y demostrarle al mundo que ¿#MajuncheChayotaMeiríaDemasiado?. ¿En serio alguien cree que eso es importante? Creo que posicionando etiquetas, tal vez, no estamos sino posicionando egos.

Amigos que “ponen su granito de arena” tuiteando mañana, tarde y noche para posicionar etiquetas teledirigidas. Nuestros noticieros contándonos sobre las etiquetas que posicionamos. Twitter es la noticia, lo tuiteros los protagonistas, y en la calle la vida llena de cosas que contar.

Es que las revoluciones no se dicen ni se tuitean. Las revoluciones se hacen. En la calle, con el valor que amerita el cara a cara, sin límite de caracteres para decir lo que tenemos que decir.

Calculemos el tiempo-hombre-tuit que invertimos en posicionar etiquetas cada día e imaginemos qué pasaría si lo invirtiéramos en la calle, la casa, en la vida real.

Yo seguiré en Twitter para lo que sirve: difundir artículos, información, denuncias, para hacer redes de compañeros, con raticos de jodedera -que nunca es mala cuando la dicha es buena-, y ya. No quiero que me trague el síndrome que nos roba el nombre, el tiempo y la puntería.

Tuitearé ma non troppo.


Perdedores

Durante un tiempo, mucho tiempo, se nos dijo que éramos un país de perdedores. Algunos lo creyeron al pie de la letra con una resignación servil, entregándose a la amnesia impuesta por quienes nos necesitaban perdidos, aplastados, con el autoestima pisoteada por nuestros pies arrastrados… Arrastrados, así éramos útiles, tontos útiles para otros, con otros intereses inútiles para nuestra Patria.

Recuerdo hace años, cuando inauguraron el Kentucky Fried Chicken del CCCT, allá a finales de los ochenta, estábamos con la Kiki en una cola larguísima esperando para comprar nuestro combo de pollo plástico con papitas. Un gentío en cola miraba el reloj temeroso de que su hora de almuerzo acabara antes de ser atendido. En eso, un gringo con pinta de turista en el trópico, con bermudas de cuadritos y camisa hawaiana, pasó delante de todos, sin mirarnos -porque nos perdedores son invisibles-, llegó a la caja con dos empujones triunfales y dejando a una señora con su pedido en la boca ordenó su combo doble con Coca Cola.

Todos callaron, algunos guardando un respeto lleno de admiración sumisa, otros intentaron incluso servir de traductores al turista abusador. Recuerdo la rabia que sentí, recuerdo que la expresé en voz alta, recuerdo con tristeza el silencio a mi alrededor, las miradas al techo, al suelo, a cualquier parte que no fuera esa loca maleducada que no entendía que el Kentucky es gringo y que el gringo tenía derecho.

Perdedores que bajan la cabeza avergonzados de su incapacidad de hacer algo grande, glorioso, de brillar alguna vez en algo… de ganar.

El perdedor resignado no pelea y eso es bueno para quien quiera pasarle por encima, colearse y pedir el pollo primero, comerse todo primero y dejar huesitos y migajas.

En el Kentucky nos quitaban el derecho a pedir el pollo, a comerlo cuando nos correspondía, en otras partes nos quitaban otros derechos y el pollo no era pollo sino petróleo, hierro, las empresas públicas -porque los perdedores no pueden administrar nada-. Y mientras más quitaban más perdíamos y más perdedores éramos.

Perdedores imposibles. El mismo pueblo que hace doscientos años se enfrentó y derrotó a un imperio hoy retoma su historia, culpechavez.

Paradojicamente los venezolanos que creyeron que ganaban soñando con una visa a Mayami mientras se vendía el país, son los únicos que se creyeron el cuento de perdedores, incapaces de hacer nada sin la tutela de un gringo masca chicle que les patee el orgullo.

Y así, mientras Venezuela celebra sus victorias, ellos bajan la mirada muertos de pena ajena, balbuceando excusas en inglés, heredando a sus hijos la terrible sensación de ser gringos atrapados en un pasaporte venezolano, o sea, me iría demasiado.

Entiendo su pena, no es para menos: debe ser desgarrador ser hijos de Bolívar y no saber estar a su altura.


Venezolanos en avión

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Hace unos días se quejaba, muerta de pena ajena, o sea, una pavita en un ¿documental?. Decía con su nariz arrugadita del asco, que los venezolanos, o sea, aplauden cuando el avión en el que viajan aterriza en Venezuela. O sea, no se si entienden la vergüenza que esto produce a quien sí sabe viajar en avión.

Me tocó, durante las últimas dos semanas, subirme a varios aviones entre Caracas, Buenos Aires y Montevideo. Descubrí que los Argentinos, o sea, también aplauden cuando aterrizan, no solo en su suelo patrio sino también en Maiquetía. Claro que supongo que no todos, sino los que no saben viajar. Imagino que entre los viajeros habría algún argentino nice que arrugaría la nariz y pensaría, o sea, “me iría demasiado”.

Los venezolanos siempre hemos sido muy viajeros, y más ahora que el comunismo nos está matando. Lo malo es que hoy cualquiera se sube a un avión, cosa que da piquiña a los viajeros frecuentes de antaño, de siempre, esos que de tanto estar ahí ya parecen parte del aeropuerto. Cargados de maletas cargadas de cositas nice, nuevecitas, de marca… ta’ barato dame dos. Cositas que por muy lindas y caras que sean no aminoran la pena ajena, de ser poseedores de un pasaporte -“que ahora lo tiene cualquiera porque te lo dan rapidísimo”- que te identifica erróneamente como ciudadano de la República Bolivariana de Venezuela, la de las ocho estrellas, la que ahora es de todos, o sea, la Patria que usurpó a su Patria.

Estos viajeros vergonzantes parecen hacer catarsis hablando mal de su país con el primer pelado que encuentren. ”Aquí -comentan a voz en cuello sin que nadie les haya preguntado-, imagínese, escapando un poquito del infierno. Tres semanas por Argentina, bello país, pero claro, mientras tanto, porque su Presidenta como que va por el mismo camino del nuestro, ya sabe, qué desastre, aunque no creo, ustedes son cultos, inteligentes, civilizados, – y remata con una sonrisa servil y salivosa- a diferencia de los venezolanos.” -Siempre en tercera persona, porque los venezolanos son otros por más que un pasaporte delator diga lo contrario-.

“Cuidado, señora, – dice otro salivoso en Maiquetía- que esto no es lo que dicen los folletos turísticos. Es más, yo no sé a qué viene la gente a este país (mi país, tu país) que se está cayendo a pedazos. ¿Margarita? Noooo, yo viajo a Punta Cana, Aruba, Curazao pero a Margarita ni muerto, a menos que no haya cupo para ningún lado…”

Venezolanos que llevan en el bolsillo, amuñuñada entre sus dólares, una Venezuela de origami, sin gente, vacía… Que se avergüenzan de nuestros aplausos, del orgullo con el que mostramos, al del asiento de al lado, nuestro país desde la ventanita, de nuestra alegría de regresar siempre, o sea, para quedarnos demasiado.